16.5.10

Jon Lee Anderson retrata a las personas con sus luces y sombras

Su vida ha sido un constante viaje y desde hace tres décadas está dedicado a escribir crónicas y perfiles para mostrar el panorama mundial a los lectores de la revista estadounidense The New Yorker. Actualmente se encuentra en un periplo asiático, pero no deja de pensar en su próximo destino: el regreso a Latinoamérica • Raúl Cazal


Viajar en plan de trabajo periodístico, como cronista, se ha vuelto una costumbre en Jon Lee Anderson. Aunque si le ponen a escoger el destino, sin dudar señalaría en el mapamundi cualquier ciudad o pueblo de Latinoamérica.

“Me encantaría hacer crónicas, perfiles, historias que hay por contar en Ecuador, Paraguay, Bolivia, Brasil. Volvería a Venezuela y a Cuba. Podría pasar toda la vida ahí”, dice con entusiasmo este estadounidense nacido en 1957 y que vivió buena parte de su infancia en Colombia, lugar donde aprendió su segundo idioma: el español.

Su más reciente libro El dictador, los demonios y otras crónicas contiene desde un diario muy personal sobre su estadía en Cuba a principios de la década de 1990, en pleno periodo especial para los cubanos, después de la desaparición de la Unión Soviética; hasta cartas que tienen por destinatario lectores anónimos y perfiles de un rey, un dictador, un Nobel de literatura y un revolucionario.

“Los perfiles del rey Juan Carlos, de Augusto Pinochet y de Gabriel García Márquez, por ser los primeros que realicé, los trabajé con la misma rigurosidad que la biografía del Che. Pensé como biógrafo”, confiesa Anderson desde Nueva York mientras se mueve cuidadosamente con su móvil para que la conversación se mantenga con buena señal.

Por haber retratado a personas diametralmente opuestas en la forma de ejercer el poder –como el dictador Pinochet y el presidente Hugo Chávez– le ha tocado sortear estoicamente las críticas tanto de la izquierda como de la derecha. Es por ello que siempre se caerá en la tentación de querer conocer cuál es su posición ideológica. Hasta la hija de Pinochet, cuando apenas entraba a su despacho y ni se había sentado frente a su escritorio, le preguntó: “¿Eres marxista?”

–Le dije que no. Me senté y comenzamos a hablar.


Jon Lee en carne propia

–Hay quienes lo consideran de izquierda y ven con agrado que no se exprese esa ideología en sus crónicas. ¿Crees que no hay ideología en sus trabajos periodísticos?

–Si te refieres a mi último libro El dictador, los demonios y otras crónicas, ahí se presenta el sumo de mis trabajos de más de una década sobre el tema hispanoamericano para la revista estadounidense The New Yorker. Ésta tiene su estilo: es flemática, es de la élite intelectual y económica de ese país. Por mi parte, soy librepensador, persona autónoma con filosofía propia, que a veces dista de la élite norteamericana. Justamente, porque las crónicas han sido de temas latinoamericanos me he sentido con más libertad. Sin embargo, uno se tiene que aferrar a una especie de tono de rigurosidad intelectual y editorial. Es un requisito que se tiene que cumplir, muy diferente a escribir en un blog. Cuando entrevisto quizá pueda expresar algún desmán, pero luego tengo que cuidar la escritura, porque el Jon Lee, en carne propia, es mucho más apasionado que aquel de tono flemático que adopto para mis piezas en The New Yorker. Es mi lado más civilizado.

–Entonces, ¿se amolda editorialmente?

–No soy de dogmas. Nunca he sido de partidos. Y los que son muy esquemáticos, generalmente más de derecha que de izquierda, me sacan de quicio. Considero que los de pensamiento muy esquemático son propensos a encerrarse en un mundo en blanco y negro, en donde los tintes, que permitirían más distención, más ventilación de las ideas en una sociedad, van decayendo y eso es un problema. No quiere decir que me aferro al centro, que es una cosa fofa, pero para estas crónicas mi deber es opacar mis disgustos o simpatías, mantenerlos en la gaveta y tratar con justicia y ecuanimidad, por más que me cueste, a determinados personajes. Tan es así que por las piezas que he escrito sobre Hugo Chávez, no me pueden ver las personas críticas a él, siempre las han tomado a mal.

–¿Por qué lo han tomado a mal?

–Porque consideran que he tratado a Chávez con demasiada simpatía, como que si yo tuviera que editorializar (opinar). Lo mismo pasó con Augusto Pinochet. “El dictador” lo escribí apenas había finalizado la biografía de Ernesto Che Guevara y nadie podía creer que iba a hacer un perfil sobre Pinochet y que me sentaría frente a él. Pero lo hice justamente porque me fascinaba. Y “fascinación” no es un adjetivo positivo; es decir, “fascinación” quiere decir “interesado”. Me parecía muy importante mirarlo de cerca y tomarle el pulso. Aunque algunos me decían que lo había humanizado demasiado. Sin embargo, yo me pongo por encima de esas cosas, pero no por soberbia. Si me dicen eso, quiere decir que lo que quieren, en un caso o en el otro, es que editorialice. Y yo no soy editorialista, compadre. Soy cronista, perfilador, hice lo mismo con el Che. Si ambos extremos se enojan con las cosas mías, considero que he hecho lo que debía hacer: reflejar a las personas con sus luces y sus sombras.

Obseso del poder

–¿Supongo que le ha granjeado cierta antipatía al colocarle el adjetivo “excepcional” a Pinochet?

–O nos quedamos mirando los dibujitos del dictador con los colmillos ensangrentados, que toda una generación hemos visto y sin ninguna interlocución con Pinochet; o hacemos el intento de sentarnos con él para que nos explique su verdad. Y eso fue lo que hice. A nadie se la había ocurrido entrevistar a ese personaje en muchos años.

–¿Cómo fue su acercamiento con Pinochet?

–Estudiaba la cobertura periodística en el momento en que entregó el mando de las Fuerzas Armadas y, al mismo tiempo, se quedó con el cargo de senador vitalicio. Era interesante ver ese proceso, porque Chile ya era democrático, supuestamente, pero Pinochet mantenía esa democracia en vilo y hasta cierto punto maniatada. Había colocado senadores de su confianza en el Parlamento e influido en la redacción de la Constitución de ese país. Es decir, había entregado la patria con su sombra de por medio. La noción de que este hombre, que para muchos era como una especie de criminal de guerra, estuviera dentro del senado mirando de frente a los hijos de Letelier o de Allende y haciéndose “el demócrata”, me parecía una especie de drama shakesperiano.

–¿Estás volcado a entender el drama shakesperiano de personas ligadas al poder?

–Nunca lo he concebido así. Lo que me interesa en cada caso es el ejercicio del poder y la justicia. Dicen que soy un obseso del poder y hasta cierto punto puede ser cierto. Aunque más bien estoy convencido de que una persona puede hacer mucho y que el ejercicio del poder es una especie de alquimia. Si hay un aspecto en que yo les juzgo y decido qué pienso sobre ellos está en su relación con la justicia, en hasta qué punto están dispuestos a suprimir los derechos o las aspiraciones de los demás por el ego propio. El drama shakesperiano consiste en cómo ellos proceden con la justicia, que al final es su moral y su eje central como ser humano, más allá de su política. Una clave en Pinochet era su dificultad de enfrentar el hecho de que él había matado gente y quería ser recordado como un gran conquistador de la historia, el vencedor del “mal”, de los soviéticos, que su golpe de Estado en realidad fue un acto heroico de remover el primer ladrillo del Muro de Berlín. Pero su gran dilema, para él como militar, era su imposibilidad de señalar un campo donde había librado la gran batalla porque ésta era secreta, en cámaras de torturas. Pinochet no quería enfrentar a la justicia y reconocer que su guerra había sido una guerra sucia, de asesinatos; no podía confesar su batalla, la que le había dado la victoria. Esa era su gran paradoja. Pienso que yo le había tocado una fibra aunque de una forma flemática, como es el estilo de The New Yorker.

Sin sermones

–La frase promocional del libro El dictador, los demonios y otras crónicas dice que como periodista cuenta todo lo que ve o le revelan, que no deja nada sobreentendido.

–Esa cita no me conviene –y seguidamente Anderson suelta una carcajada–. Me pone en evidencia.

–¿Por qué reveló la forma en cómo sostuvo la conversación con el juez Garzón?

–Con el caso de Garzón yo tenía el inconveniente de querer respetar sus propias dificultades como juez. Él funciona bajo ciertas reglas y para nada quería ocasionarle problemas. Ahora, lo que escribí fue cuidadosa y milimétricamente pensado porque quería que el lector comprendiera cuál era el problema y que él era un juez, recalcar su cargo social. Pero también quería confiar en el lector la profunda pasión que me inspiraba Garzón, que también es un hombre, un español que le interesaba el caso del poeta García Lorca, sin violar mi pacto con él. Y el pacto era que me hablara de alguna manera. No es una constante, pero a veces comparto con el lector de The New Yorker la forma en cómo me dan la información. Por ejemplo, en Nueva York, o quizá en París, uno habla así, pum, y ya está. Pero en otros sitios hay muchas artimañas para decirte unas cosas sencillas, que al mismo tiempo revela algo del entorno.

–¿Los medios internacionales, a partir de estos perfiles, lo buscan para que opine sobre el Gobierno de Chávez o de Fidel?

–Intentan hacerlo e intento eludirlos aunque algunas veces me pillan algún comentario que tampoco me ayuda, porque yo no soy editorialista, no soy político, no soy del Departamento de Estado, así que por qué voy a andar opinando. Lo que yo hago es periodismo narrativo y que cada quien saque sus propias conclusiones. Por haber escrito un perfil de Chávez o quien sea no me convierte necesariamente en un experto político sobre tal o cual país. Así que en general, intento evitar hacer sermones en público.


Che de carne y hueso

La biografía Che Guevara. Una vida revolucionaria, de Jon Lee Anderson, ha sido tomado como libro de referencia porque, además del rigor de la investigación, “ha respondido a la mayoría de las interrogantes históricas en torno a varias lagunas que existían sobre la vida del Che”, afirma el autor.

–¿Siente que ha desmitificado al Che Guevara?

–Cuando me acerqué a la figura del Che estaba demonizado y endiosado. No había un Che real sino uno de afiche, inalcanzable, por unos; y de demonio, por otros. Ese esfuerzo histórico de reduccionismo, de querer apropiarse de él y hacerlo santo o diablo aún persiste. Esto como ser humano pensante, con raciocinio, lo rechazo. Me llamaba la atención el hecho de que era un hombre que había vivido hacía poco. Fue una personalidad pública tan fascinante, simpática en muchos sentidos. Su figura me atraía más que repelarme. Sin embargo, me di cuenta que por más público que fuera, por más conocida que era su cara, muy poco sabían realmente sobre él. Por eso me propuse una biografía. No era con un afán o una noción consciente de desmitificarlo. Era con el propósito de conocerlo, de agregarle carne a los huesos que quedaron de la vida del Che.


Suplemento dominical La Artillería del Correo del Orinoco.
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Domingo, 16 de mayo de 2010, “Parte de letras”, pp. 12-13.

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