Hace casi dos décadas, en 1992, según reza
el pie de imprenta, apareció Declaración de bienes, un poemario en donde
Andrés Arias dejó algunas cuentas saldadas con la palabra y la poesía,
con el amor y la muerte.
Arias nació en San Juan de los Morros, estado Guárico, en 1958, y
buena parte de su vida residió en los Jardines de El Valle, Caracas. En
la Universidad Central de Venezuela (UCV) estudió Sociología, en donde
descubrió el hobby de ser tesista y la pasión por persistir en las
“causas perdidas” cuando ciertos “intelectuales” gritaban a coro el “fin
de la historia”.
Este 15 de agosto, cuando apenas estaba comenzado la noche, Andrés se fue sin despedirse. Es conocido que los poetas no se despiden y él tenía por costumbre ser el último en partir de cualquier reunión, mucho más si era quincena. Nunca había que claudicar ante la noche o el amanecer, o ante nosotros mismos.
Este 15 de agosto, cuando apenas estaba comenzado la noche, Andrés se fue sin despedirse. Es conocido que los poetas no se despiden y él tenía por costumbre ser el último en partir de cualquier reunión, mucho más si era quincena. Nunca había que claudicar ante la noche o el amanecer, o ante nosotros mismos.
Sereno, serio, con una sonrisa de medio lado, de hablar y de andar
pausado, como si fuera un personaje de western a punto de desenfundar su
arma: la poesía. Si por casualidad lo encontraban desarmado habría
recurrido al camarada Sören Kierkegaard y te escupiría: “La poesía es un
pájaro que se caga en las alambradas” y luego te miraría a los ojos,
acompañado de una sonrisa, por si quedaba alguna duda.
Andrés recorre caminos para encontrar el infierno sin conseguir “ningún sinónimo del fuego”. Temprano leyó en sus sombras que volvería a renacer y nunca lo atormentó la idea de que moriría de nuevo. “Si abandono mis ilusiones/dispersarían mi cuerpo por la ciudad/y perdería la oportunidad de extraviarme.”
Andrés recorre caminos para encontrar el infierno sin conseguir “ningún sinónimo del fuego”. Temprano leyó en sus sombras que volvería a renacer y nunca lo atormentó la idea de que moriría de nuevo. “Si abandono mis ilusiones/dispersarían mi cuerpo por la ciudad/y perdería la oportunidad de extraviarme.”
Su poesía escrita con una máquina Olivetti portátil estaba
desperdigada en periódicos universitarios de aparición efímera e
irregular (El Coco Cojo, Letras, Pan, Mortadela y Kuley PMK) hasta que
Jesús Salazar, con su editorial La Espada Rota, hizo posible que
Declaración de bienes dejara de ser un manojo de hojas y se convirtiera
en libro en una época en que publicar era un motivo de lucha y de
esperanza.
Allí apareció el “alimento de Andrés Arias”, como dijo Salazar, con
“TAU”. Mujer de avena que sirvió para invocar al olvido como un
ejercicio inútil. “Mujer, eres el secreto que me ladra desde las
entrañas de la noche en las horas del desencuentro”.
Una segunda edición recorrió nuevos bares en la década de los noventa
y trabajaba en una tercera con el propósito de incluir aquellos poemas
que había extraviado en el tiempo o en la memoria. Al final, se cumple
aquel adagio borgiano de que siempre se está escribiendo el mismo libro.
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