Mis lecturas se parecen mucho a una carrera de obstáculos, es decir, leo varios libros en un mismo tiempo y en un mismo espacio. Generalmente leo en ese lugar sagrado que comúnmente llamamos baño. Allí empieza la lectura, sentado en la poceta a tempranas horas de la mañana.
La escogencia de la lectura nada tiene que ver con la novedad. Es muy raro que esté leyendo algo de publicación muy reciente. Muchas veces los libros nuevos, lo que la industria editorial llama “novedad”, no los leo inmediatamente. Hay libros que compro recién salidos de la imprenta y los leo meses después, inclusive años. Por ejemplo, La vida exagerada de Martín Romaña de Alfredo Bryce Echenique lo leí tres o cinco años después que lo compré. Fue algo así como una inversión porque el precio de venta cuando lo adquirí era de 76 bolívares y cuando lo leí costaba alrededor de 800 bolívares y cuidado si no más. Estamos hablando de los años ochenta del siglo XX y era en la época en que iniciaba estudios en la Escuela de Economía de la UCV.
Pero también suele suceder que cuando uno está atrapado con varios libros debe iniciar otro viaje, el de desplazarse a otro lugar que no necesariamente es tan sagrado. A todo escritor que se respete como tal una vez al año algún periodista de una revista o de un periódico le pregunta qué libro se llevaría de viaje. A esa pregunta me he estado preparando durante años para dar una respuesta consistente con mi plan trazado de lectura porque todo escritor que se respete, insisto, escarbará en la memoria y seguro sentenciará la lectura de autores que uno no debe dejar de leer: Borges es un autor que nunca faltará en esa lista pero nunca te dicen cuál libro, sino Borges, así, a secas. Muy borgiano, pues.
En mi caso está claro que nadie me respeta y por tal motivo nadie me ha preguntado sobre ninguna lista de autores, si soy náufrago en una isla qué libro me gustaría que también sobreviviera o cuál no regalaría ni en pintura. Pero si me voy de viaje ya tengo la respuesta: los libros que no he podido culminar en el baño.
Fue así como esta vez pasaron al maletín de viaje la novela policial No consta en archivos de Mauricio-José Schwarz; un libro de lecturas o de ensayos que se lee como una novela o por lo menos esa fue mi lectura de El último lector de Ricardo Piglia; dos libros de ensayo, uno sociológico, Pensamiento y acción de Pierre Bourdieu, y otro no tan sociológico que digamos aunque nada pareciera estar exento cuando hablamos sobre la comunicación pero no pueda dar más señas porque todavía no he pasado de la contratapa, La palabra amenazada de Ivonne Bordelois; una novelita ganadora del premio Uneac 1999 de Cuba, La mujer de Maupassant de Juan Ramón de la Portilla; y la última novela de Santiago Gamboa, El síndrome de Ulises. En mi destino me conseguiría con el Premio de Periodismo Planeta 2005 de Colombia, Que la muerte espere de Germán Castro Caycedo.
Los que entraron al maletín de viaje sin haber pasado previamente del lugar sagrado tuvieron que esperar que culminara con los libros de Piglia, Schwarz y Bourdieu. Aunque al de Castro Caycedo apenas lo tuve en mis manos, le dí unos mordiscos a las primeras veinticinco páginas y me dejó picado de culebra. Pero primero terminé con No consta en archivos, una novela que avanza lentamente para terminar abruptamente. Esa puede ser una crítica, quizá. Pero no. Porque no avanza lentamente, sino que tiene un ritmo que está marcado por las historias de los personajes. Uno, periodista o candidato a escritor que es quien narra y descubre un insólito crimen que nadie está interesado en investigar: el robo de libros en librerías a la que denominó “El Club del Libro”; y otra, prostituta, que busca vengarse del asesinato de su novio. La historias se leen en paralelos hasta que confluyen, nada nuevo en novelas negras, eso lo sabemos, lo importante es cómo se narra, cómo es la historia. Sobre este tema ya nos había dado lecciones Gabriel García Márquez con Crónica de una muerte anunciada o por lo menos fue cuando aprendí que todos los temas se repiten, lo importante es cómo se cuenta.
A Schwartz le interesa “El Club del Libro” porque es un tema poco inusual. A nadie le importa el robo de libros, menos a la policía. Y si a la policía no le interesa, tampoco le interesa al periodismo, es decir, nunca saldría reseñado en los periódicos ni en los noticieros. Pero hay pocas razones para que un grupo de delincuentes se dedique a robar libros, poner su vida en riesgo, donar los libros a bibliotecas o vender a librerías de viejo y regalar el beneficio al periodista que investiga, como si fuera un soborno. Pero a Schwartz, en la medida que avanza la historia se siente seducido por la venganza de la prostituta donde termina involucrado el periosdita y “El Club del Libro” pasa a un segundo plano.
Una vez lograda la venganza, “El Club del Libro” ya había perdido todo sentido, se resuelve en unas pocas páginas torpes, que no convence al lector y finaliza con una historia que no tiene que ver con nada ni con la atmósfera de los personajes o quizás sí, al releer la oración inicial, la que te despierta, “Si alguien se aburre en la redacción de un periódico, con seguridad ha perdido todo interés por la vida y quizá sea conveniente que se apresure a poner en orden sus asuntos, escriba una nota exculpatoria y se suicide de forma limpia y silenciosa”.
Esta situación me hizo pensar que no sólo podemos ser atrapados por los comienzos de los libros. Que los finales también cuentan sobremanera. Lo digo porque uno siempre recuerda la de Cien años de soledad, “Muchos años después, junto al pelotón de fusilamiento, recordó el día en que lo llevaron a conocer el hielo…”, la frase no es textual, sino que es como quedó grabada en mi memoria que son las mayorías de las citas, como la de El tunel que se que no empieza así, “Mi nombre es Juan Pablo Castell…”, pero es algo parecido y realmente no importa porque esos comienzos hicieron que me hundiera en el sillón y no detuviera la lectura hasta el final. Pero de los finales y de los principios hablaremos más tarde. Sólo les adelanto que Santiago Gamboa en su novela El síndrome de Ulises comienza con esta granada, “Por esa época la vida no me ronreía”.
1 comentario:
Pues claro que los finales atrapan.Cuando escribo mis crónicas, mis textos periodísticos siento que tienen que "sonar" chan chan al final. Si desafinan, sino suenan chan sufro horrores.Es más confieso que algún texto con el que he estado inconforme del todo se ha salvado por el principio y el final. Al menos para los demás.Uno siempre queda inconforme.
Yo este año me prometo leer más.Demasiado ensayo de actualidad, execeso de articulos de opinión y poca literatura.
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